La solterona

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A mi amiga Lu por sugerirme este relato.

Tan bonita y tan arisca esa muchacha. Usa un perfume caro que le traen de la capital y que deja a todos hipnotizados cuando pasa. Los muchachos del pueblo andan como moscas detrás del pastel. Pero la nana no le pierde ni pie ni pisada. Como una sombra la sigue día y noche. Es importante mantener la honra de la niña a buen recaudo. Y Guillermina es como un perro de presa, siempre dispuesta a saltar al cuello de quien se atreva a acercarse a la doncella.

Tan linda y tan distante la jovencita. Jamás dedica una sola mirada a sus admiradores, ni de soslayo. Camina erguida, el mentón levantado, altiva, sabiéndose deseada por los hombres y envidiada por las otras mozas del pueblo. Ellos se babean y ellas cuchichean: que si tiene la espalda demasiado recta, que si la nariz es un poco ganchuda, que si tiene los pies grandes, que si el pelo está un poco descuidado. Y la guardiana detrás, espantando a los moscones con su mirada bizca y su boca torcida. Nunca se casó la Guillermina. Es tan fea que a su paso los perros aúllan y los hombres cruzan a la acera de enfrente. Pobre mujer, ni para vestir santos se quedó porque el cura la rechazó sin demasiadas explicaciones cuando ella se ofreció para ayudarlo en la parroquia.

“Ahí van la bella y la bestia”, se atreven a comentar algunos en voz baja pues dicen las malas lenguas que la vieja hace brujerías. Don Enrique la contrató porque no creía en habladurías y estaba seguro de que la fealdad de aquella mujer mantendría a raya a todos los que suspiraran por su tesoro, la niña de sus ojos, su único retoño. Viudo y rico, Azucena es la luz de la casa y lo que más quiere en el mundo. Aspira para ella un hombre culto, adinerado y maduro que la cuide cuando él ya no esté en este mundo. Agustín, el concejal, es el candidato perfecto pero Azucena tuerce la boca cada vez que lo ve. Le parece un hombre siniestro que huele a naftalina.

Tan bonita como una flor que abre sus pétalos a la luz y custodiada por el Ángel Exterminador. Dicen los del pueblo que la vieja fue la culpable de que la niña cumpliera los treinta sin casarse. Las primeras canas brotaron como malas hierbas entre sus cabellos cobrizos. Guillermina corrió a la botica a buscar un tinte pero Azucena se negó a usar aquel invento que olía tan mal. La sombra de la vieja la fue apagando, se fue enquistando en la piel de la muchacha hasta marchitarla. Dicen que le da brebajes para dormir, unos cocimientos de hierbas que ella misma planta y que, según Guillermina, curan todos los males.  Lo cierto es que cada día la muchacha pasa más tiempo dentro de casa. Aunque haga un día precioso, Azucena prefiere quedarse envuelta en un chal, meciéndose a oscuras en el salón de la casona.

El mismo día que cumplió los treinta y tres, su padre murió de un ataque al corazón. Azucena se encerró en su tristeza y, vestida de negro, se pasea como un alma en pena por toda la casa. Le prohibió a Guillermina abrir las ventanas. Apenas comía, así que la nana, alarmada, fue a buscar al médico del pueblo. Al regresar a la casa, la joven había desaparecido. Pobre Azucena, tan bonita y solterona. Dicen los del pueblo que los brebajes de la vieja la hicieron perder el juicio y que se escapó con un camionero borracho que se la llevó a un burdel de la capital, que la bruja cultiva plantas carnívoras que engulleron a la niña como si fuera un insecto, que la vieja le ha robado el alma y ha enterrado su cuerpo en el patio interior.

Habladurías o no, lo cierto es que nunca más  se supo de la niña bonita, tan arisca, tan ausente, tan lánguida. Sufrida y pura como una virgen se la tragó la tierra roja del pueblo, o tal vez está abonando los príncipes negros que crecen en el patio de la casa familiar. Ahora Guillermina es la que va de luto riguroso y pasa las horas hablando con el viento y preguntando a sus muertos si han visto a su niña Azucena. Pobre mujer, solterona y fea, unos la llaman loca; otros, bruja. Lo cierto es que todos los días, cuando el sol se apaga, ella se sienta en una mecedora en el patio y abraza una muñeca, envuelta en una sabanita bordada con punto de cruz, mientras le canta una vieja canción de cuna.

Belkys Rodríguez Blanco ©

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