Tu vuelo y mis alas

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A mi amiga Ángeles, mariposa para siempre.

Casi a diario la veía. Daba igual si estaba cerca del mar o en las cumbres; en el barranco, en el pinar o en una calle céntrica de la ciudad. Lo cierto es que ella aleteaba cerca y depositaba sobre su melena larga un polvillo que la hipnotizaba y la hacía creer que cada sueño era tangible. Se convirtieron en compañeras inseparables. No importaban las tormentas ni el sol que rajaba las piedras. La mariposa siempre venía cuando ella la necesitaba. Amalia contemplaba fascinada aquel vuelo elegante y la manera peculiar de posarse sobre unas florecillas blancas que crecían silvestres en el jardín. Cada color parecía dibujado cuidadosamente sobre sus alas. Ella era la reina y aunque no sabía cantar como los pájaros, su rítmico aleteo hacía que el viento entonara una dulce melodía.

De tanto contemplar las acrobacias de la mariposa, Amalia aprendió a volar. Cierto día gris de otoño mientras caminaba distraída por la orilla del mar buscando caracolas, la mariposa danzaba divertida sobre el oleaje. Amalia se asustó pensando que se hundiría pero ella, viendo el miedo reflejado en los ojos de su amiga, dejó de juguetear con la espuma, se acercó y se posó sobre la blusa de la muchacha. Allí se quedó, adormilada, aleteando suavemente como si quisiera abrazarla. Amalia se quedó tan quieta que olvidó respirar; la brisa del mar acariciaba sus cabellos sueltos y, de repente, sin darse cuenta, sus pies abandonaron la arena. La mariposa se desprendió de su blusa y la invitó a revolotear sobre las olas. Ella no se lo podía creer y comenzó a reír y a cantar. El polvillo mágico de aquellas alas la había convertido en un hada. Las gaviotas y otras aves marinas se acercaron a curiosear. Las nubes, cargadas de aguaceros, vinieron sigilosas a contemplar el espectáculo. Y Amalia no paraba de reír y de cantar. Ese día supo que el cielo era infinito y junto a su amiga se sintió libre y dichosa.

Belkys Rodríguez Blanco ©

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