Lágrimas negras

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La lámpara de lágrimas había permanecido durante más de un siglo en la misma estancia de la casona de la calle Claveles. La singular combinación de acero y cristal negro daba forma a una pieza única y robusta. Tanto era así que en ella amanecieron ahorcados tres miembros de la familia Aspuru-Martínez, sin embargo, resistió estoica.
Todos evitaban mirarla fijamente. Esa apariencia de araña a punto de saltar sobre su presa provocaba escalofríos. De sus patas lampiñas colgaba un sinfín de lágrimas negras. Cada pedacito de cristal era un ojo que espiaba los movimientos de los habitantes de la casa. Dueña y señora de un comedor amueblado al rancio estilo colonial, había sido comprada en un mercadillo de antigüedades en la ciudad de Estambul, hacía muchísimos años.
La lámpara no sufría deterioro alguno. Jamás se acumulaba el polvo ni le colgaban telarañas. “Fue un regalo de bodas de una tía viuda que tenía mi tatarabuelo. Una mujercita alta,  enjuta  y con la cara llena de verrugas que, según decían las malas lenguas, hacía brujerías. El caso es que el mismo día del casamiento, la mujer de mi tatarabuelo murió de un ataque al corazón”, contaba la señora Carmen a sus tres hijos solterones, mientras tomaban el té al más puro estilo inglés.
Se decían tantas cosas sobre aquella casa señorial. Que si la madre estaba loca de remate, que si tenía a los hijos embrujados para que permanecieran vírgenes, que si se hacían orgías los días de luna llena y la madre se transformaba en una meretriz ninfómana que copulaba con sus tres retoños hasta dejarlos sin sentido, que si ellos permanecían castos porque padecían de una extraña enfermedad hereditaria que los convertía en vampiros si eyaculaban…
Lo cierto es que mientras en el pueblo se tejían las más variopintas y atroces historias, la casa de la familia Aspuru-Martínez se mantenía cerrada a cal y canto, indiferente a las habladurías. La criada entraba y salía y de su boca no se escapaba comentario alguno sobre la vida dentro de los altos muros, abrigados por una espesa madreselva. La pobre muchacha era muda y analfabeta.
—Hoy les voy a decir algo que le contaron a mi tatarabuelo Miguel, y él a mí —dijo un domingo lluvioso la señora Carmen mientras almorzaba con sus hijos—. Yo era muy pequeña, él muy anciano, y me hizo prometerle que jamás tocaría la lámpara, ni siquiera para limpiarla. Dice que un día la sirvienta se subió encima de esta misma mesa e intentó pasarle un paño. A la mañana siguiente la encontraron estrangulada sobre su cama y jamás se supo quién lo hizo.
—Mamá, por favor, qué disparate. Seguro que fue un crimen minuciosamente planeado y no dejaron huellas —Antonio, el hijo menor, se atragantó con la frase al escuchar el sonido de los cristales vibrando sobre su cabeza.
— ¡Cállate! No provoques su ira. Lo comprende todo —balbuceó la madre con el rostro muy pálido—. Déjame continuar. Siempre les he mentido sobre la muerte de papá y de las gemelas.
Con el rostro compungido, los ojos húmedos y el tono muy bajo, la señora Carmen fue relatando los hechos. Su marido murió también un domingo de tormenta, después de discutir con ella sobre la lámpara familiar. La llamó maldita tarántula. Don Aurelio le tenía manía y quería deshacerse de ella, venderla tal vez. La señora Carmen insistió en que era una reliquia, un recuerdo de sus antepasados, pero él alzó aún más la voz y sentenció que la bajaría y la llevaría al anticuario. Seguro que valía una pequeña fortuna.
El lunes, Aurelio Aspuru amaneció muerto, tirado el cuarto de baño con las manos aferradas al cuello, como si quisiera liberarse de algo que le quitaba el aliento. Mientras le hacían la autopsia, el forense extrajo un objeto de cristal de la garganta del difunto. Nadie se podía explicar cómo había ido a parar a ese sitio de su anatomía la lágrima que le faltaba a la lámpara, y que pocos días después brotó como una hoja recién nacida.
Luego ocurrió lo de las hijas de la señora María: las gemelas Susana y Elena eran como dos gotas del mismo aceite, salvo que Susana tenía un lunar negro y abultado en el brazo derecho y Elena lo lucía en el izquierdo. Si una de las dos se portaba mal y la madre la castigaba, sentándola en una silla por un buen rato, solo cumplía la mitad del castigo. La otra siempre estaba dispuesta a compartir el suplicio a cambio de un trozo de chocolate.
Aquella fatídica tarde, también de domingo e igualmente tempestuosa, mientras la madre hacía la siesta, las dos chiquillas se  subieron a la mesa del comedor, decididas a arrancarle a la lámpara algunas lágrimas. En el momento en que, muertas de risa, se empujaban y trataban de saltar para alcanzar el botín, un fuerte temblor sacudió el suelo. Las ventanas de la estancia se abrieron de par en par, el vendaval recorrió la casa de una punta a la otra y la dejó completamente a oscuras.
La señora Carmen se despertó sobresaltada. Escuchó los gritos de Prudencia, la Tata y pensó, aún adormilada, que era la continuación de su pesadilla habitual. Sin embargo, al llegar al comedor, chocó de narices con la realidad. Sus gemelas yacían muy quietas, boca arriba y agarradas fuertemente de las manos. “No puedo recordar ese día. Fue horrible verlas ahí tiradas, todavía con una sonrisa en los labios. No había sangre, ni golpes, nada. Luego el doctor Tavo dijo que tenían una picadura justo al lado de los lunares. Alguna alimaña venenosa, quizá. No lo entiendo, aquí en el pueblo no hay animales peligrosos…”
Mientras la señora hablaba, dos lagrimones bajaron arrastrando el rimel de las pestañas postizas y tiñeron de negro sus mejillas. Los tres solterones, con los ojos muy abiertos, se habían quedado petrificados. Ni siquiera se atrevían a mirarse.
—Mamá, no sigas por favor, estás muy alterada. Fue un desgraciado accidente, así lo quiso Dios —se atrevió a balbucear Aurelio, el mayor de sus hijos, con los ojos desmesuradamente abiertos y un ligero temblor en la voz.
—¡Les digo que no! Fue ésa, la viuda negra que cuelga sobre nuestras cabezas como espada de Damocles —dijo apretando los dientes, como si quisiera que sus palabras no traspasaran el umbral de las cuerdas vocales—. ¡Prométanme que jamás, pase lo que pase, la tocarán!

Como casi todos los domingos después del almuerzo, el cielo se encapotó y la señora Carmen se fue a hacer la siesta. Sentada en su enorme cama de bronce, con las manos todavía temblorosas y la respiración agitada, podía oír el cuchicheo de sus tres hijos que tomaban café y se fumaban unos puros sentados en la mesa del comedor.
—Mamá sigue todavía muy perturbada por la muerte de papá y las gemelas. Creo que se ha hecho mayor o quizás esté padeciendo la misma enfermedad de la tía Úrsula. ¿Se acuerdan que le dio por decir también que la lámpara se balanceaba, que se escuchaba una música de violín, que cada lágrima que se le caía le volvía a salir y otras cosas sin sentido? —comentó Aurelio a sus hermanos.
—Creo que lo mejor es deshacerse de ella lo antes posible —opinó Antonio, mientras Germán asentía y le daba una bocanada a su cigarro.
—Tienes razón, Antonio, y tal vez deberíamos pintar las paredes de un color claro, dicen que es bueno para los nervios —agregó Aurelio mientras ahogaba en el cenicero la candela de su tabaco moribundo.
Un sonido raro, como de cristales rotos, sacó a la señora Carmen de su pesadilla, la misma que la había acompañado en todas sus siestas durante más de treinta años. Quiso llamar a sus hijos pero, inexplicablemente, se había quedado afónica. Afuera ya no llovía y el gallo cantaba como acostumbraba a hacerlo todas las mañanas a la misma hora. La siesta le había parecido eterna. Intentó levantarse pero no pudo moverse. Angustiada, trató de alcanzar la campanilla que usaba para llamar a la criada y que normalmente reposaba sobre la mesita de noche. Estiró el brazo todo lo que pudo, pero el objeto metálico no estaba allí. En su sitio encontró un espejo ovalado y pequeño, que en lugar de su rostro arrugado, le devolvió las sonrisas de las gemelas. La voz, le urgía recuperarla para llamar a sus hijitas. Ellas seguro que sabrían decirle dónde estaban sus tres varones. Pero mientras la señora Carmen se apretaba con fuerza el cuello, en un intento desesperado por emitir algún sonido, el grito prolongado y lastimero de Prudencia, la Tata, estremecía los cimientos de la vetusta casona de la calle Claveles.

Belkys Rodríguez Blanco ©                             

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