Manchitas

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A mi amiga Gabi por su generosidad y a Manchita, por supuesto.

“Cuando usted abandona un perro porque “ya no le sirve”, sus hijos aprenden la lección. Quizás hagan lo mismo con usted cuando sea un anciano”.
Konrad Lorenz
Lo vi mientras conducía. Estaba en la acera, mirando a un lado y a otro. Supuse que se había perdido o que lo habían abandonado. Luego, comenzó a caminar junto a un grupo de padres y niños que se dirigía al colegio. Continué detrás de la larga fila de coches y pensé que no volvería a verlo. Me despedí de mi hijo en la puerta de la escuela y me dispuse a regresar a casa. Pensé en él mientras escuchaba la radio. Ahora solo había coches que intentaban sortear el atasco y unos pocos transeúntes. “Tal vez ha encontrado el camino a casa. Seguro que estará ahora junto a la persona que lo cuida y que lo quiere”, imaginé mientras avanzaba lentamente, intentando dejar una calle secundaria y salir a la autovía.
Me había equivocado. Volví a verlo, cruzando la avenida, en dirección al aparcamiento. “Sigue, no debes dejar el coche en medio de la calle y el estacionamiento está lleno; igual no puedes hacer nada; comienza el verano y los verás por todos lados: en las aceras, en los parques y, en el peor de los casos, vagando desorientados por la autopista. Si te detienes y lo miras a los ojos, querrás abrazarlo, pedirle perdón por el sinvergüenza que lo dejó en la calle y se te echará encima un conflicto. Sabes que no puedes llevártelo a casa. Ya tienes suficiente con tus problemas”.
Los argumentos tenían peso, pero mi corazón testarudo dio un volantazo y busqué un sitio donde aparcar. Mientras intentaba dar con él, pensé con nostalgia en Mofli, Cuca, Bim, Chichita y Negrita. Todos vivieron en la casa de mis padres y llenaron nuestros días de amor incondicional y de instantes inolvidables. Todos fueron rescatados de la calle y adoptados. Perros sin pedigrí o “satos”, como los llama mi padre. Sin embargo, eran fuertes, cariñosos, inteligentes, fieles; el agradecimiento en la mirada; el amor que se demuestra sin palabras; sentimiento genuino de alguien que te puede salvar la vida a cambio de una única recompensa: el afecto.
Lo encontré en el paseo peatonal, corriendo asustado mientras otros perros que paseaban arropados por sus dueños le ladraban. Algunas personas se detuvieron para compadecerse y me confirmaron que él estaba solo. Unos pocos intentaron acercarse, pero él esquivaba cualquier tipo de roce. Evidentemente no confiaba en los seres humanos. Se me ocurrió que la única manera de lograr una aproximación sería ofreciéndole algo de comer. Así que, compré un bocadillo en una cafetería y salí a buscarlo.
Estaba tumbado en la acera, con la cabecita apoyada en sus patas delanteras. Me acerqué despacio y le hablé bajito. Se levantó y comenzó a acercarse, cauteloso, atraído por el olor de la comida. Pero, de repente, algo llamó su atención y salió disparado mientras movía alegremente la cola. Al parecer, aquel chico joven que le hablaba y le sonreía era su dueño. Me sentí aliviada. Mi pequeño vagabundo no estaba solo. Sin embargo, me había equivocado. El muchacho era tan solo un amigo ocasional que de vez en cuando le daba de comer y un poco de cariño.
Al día siguiente, mientras acompañaba a mi hijo al colegio, volví a verlo. Otra vez caminaba detrás de un enjambre de chiquillos risueños y parlanchines. Alzaba el hocico intentando, quizá, que la brisa matinal le trajera algún olor conocido y movía la cola ante la prisa indiferente de los padres que, esa hora de la mañana, se disponían a despedirse de sus hijos e irse al trabajo. Ese mismo día le escribí a una amiga que tenía perros adoptados, para pedirle el número de teléfono de alguna asociación de ayuda a los animales. Si no podía recoger a Manchitas, por lo menos intentaría buscarle un hogar.
Claro, he olvidado describir a mi pequeño vagabundo: flaco, más bien pequeño; blanco, con manchas color caramelo y una mirada dulcísima, de ojos castaños, generosos y profundos que me cautivaron desde el primer encuentro. Aunque probablemente no vuelva a verlo, jamás olvidaré aquella mirada.
Podría terminar esta historia con un happy end, como esos finales en los que el narrador dice: “y vivieron felices para siempre”; decir que decidí adoptarlo o que alguien lo hizo por mí y ahora Manchitas tiene un hogar donde lo tratan con respeto y cariño. Pero, esto no es un cuento de hadas. Es una historia real desde la primera hasta la última palabra. Lo cierto es que volví a verlo un día más, adormilado en el paseo peatonal, cerca de una cafetería donde la gente charlaba animadamente entre cafés y bocadillos. Mi hijo había salido del colegio y yo había traído unas salchichas para dárselas juntos. Manchitas olfateó la comida pero, al parecer, no tenía hambre. Nos miró agradecido, se dejó acariciar y continuó su siesta. Recuerdo que mi hijo, a pesar de mis argumentos, se enfadó mucho porque quería, de todas maneras, llevárselo a casa. Le prometí que mientras buscábamos una solución, le llevaríamos comida todos los días y le daríamos un poco de cariño y compañía. No pude convencerlo. Para un corazón infantil los razonamientos son más simples y también más profundos. Fue la última vez que vimos a Manchitas.
Me acuerdo de él cada vez que atravieso el paseo peatonal. El otro día me pareció verlo, con sus manchas color caramelo, su mirada intensa, agradeciéndonos aquel leve roce. Asomaba su cabecita por la ventanilla de un coche, olfateando un mundo caótico donde a veces es posible la ternura. Sentí nostalgia y alivio. Quería, necesitaba que fuera él. Así somos los humanos adultos, siempre dispuestos a encontrar un argumento convincente que nos exima del sentimiento de culpa.

Nota: Esta crónica fue escrita en julio del año 2010 y publicada en el periódico digital Canarias al Día. Ya Gabi había recogido a Manchita, el Tierno y a Azabache, la Bella, dos adorables criaturas que malvivían en una comunidad de gitanos. Manchita se marchó al cielo perruno después de vivir catorce años al lado de ella y de Andrés: dos personas generosas que lo cuidaron con muchísimo amor. Azabache, madre de Manchita y muy mayor ya, lo echa de menos y cada día va hasta el sitio donde está enterrado. Allí se queda tumbada, soñando con él y aspirando el olor del campo cántabro. Mi hijo, casi un hombre ya, ha sido voluntario en un refugio canino y si me despisto me llena la casa de perros abandonados. Estoy muy orgullosa de su buen corazón. Mis padres me transmitieron el amor y el respeto por los animales y creo que yo he hecho lo mismo con él. Dos criaturas de cuatro patas conviven con nosotros hoy. Fueron rescatadas de la calle. Tenemos poco espacio y poco dinero, pero el amor que vemos en sus ojos cada día al despertarnos hace que el mundo se convierta en un sitio más amable.

Belkys Rodríguez Blanco ©

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