Soy inocente


Yo la quiero o, mejor dicho, la idolatro. Cuarenta y dos años juntos y en armonía. Ella siempre tan dócil, tan complaciente, bajando la cabeza para no ofenderme ni con la mirada. A veces me pasaba con la bebida, lo sé, pero llegaba a la casa y me iba derechito a la cama. Yo no la molestaba. Ella, calladita, me miraba con esos ojos grandes y azules, sin reprocharme nada. ¡Qué guapa era, Dios mío! Me acuerdo cuando la conocí en aquella fiesta del pueblo. Iba con su prima. Claro, el padre no la dejaba salir sola. El vestido que no enseñaba mucho, pero yo adivinaba unos pechos como naranjas maduritas y jugosas. Y el pelo, ¡ay, mi madre, qué melena! Larga, rubia, sedosa, como para comérsela todita. La miré, me sonrió, se le pusieron rojos los cachetes y, entonces, supe que sería mía. Me le acerqué por detrás y de repente el perfume que llevaba fue como un puñetazo en mi nariz. Tenía ganas de arrancarle la ropa, tirarla en la hierba y…no puedo evocar aquello, no aquí, en esta mierda de cuchitril pestilente. Me duele el pecho.
No entiendo por qué me retienen, Magda, mi vida. Cuando supe que ya no había remedio, que el tiempo no podía volver, quise matarme, pero se me habían acabado los cartuchos. No comprendo, creí que tenía muchos y no era así. Tal vez si no hubiera visto la maleta debajo de la cama, el vestido que usabas en ocasiones muy especiales puesto encima de la cama. Me diste demasiadas pistas. ¿Por qué? A lo mejor querías que lo hiciera, tal vez estabas cansada de mí y de ti misma. Ya no puedes contestarme, lo sé. Sin embargo, aquel día en la fiesta del pueblo tu voz sonaba con timidez, no me mirabas directamente, pero me encendiste la esperanza. “Hola, Sergio, ¿cómo está tu padre?; supe que anduvo pachucho. ¿Ah, sí?, qué bueno, me alegro de que ya esté bien. No, no me gusta bailar, soy patona, sorda como una tapia para la música; además mi padre anda por ahí y no le gusta que yo baile. Sí claro, nos veremos por ahí, adiós”. Y te fuiste corriendo con tu prima a buscar un refrigerio. Te me quedaste metida en la piel; me dejaste el perfume impregnado en la ropa y en el cerebro;  la imagen de tus labios abriéndose para sonreír… Me tuve que ir corriendo al monte  porque tenía el animal encabritado y necesitaba desahogarme. Esa noche me quedé en vela; perdí la cuenta de las veces que me masturbé recordando tan solo el aroma que desprendía tu cuerpo.
Me costó convencer a tu viejo para que me diera tu mano en matrimonio. Parece que algún cabrón le dijo que yo tenía mal carácter y que me gustaba empinar el codo. ¡Eso era mentira! Mi padre sí que tenía malas pulgas. El día que cumplí siete años, me acuerdo que le dio una paliza a mi madre que la dejó tirada en el suelo, sin sentido. Era un bruto, un mal nacido; no podía ni oler la bebida porque se ponía como loco. Llegaba a casa a las tantas de la madrugada, vociferando, pidiendo la cena caliente y amenazando a mi madre. Mis hermanos y yo nos metíamos debajo de la cama y desde allí rezábamos por ella. Era un hijo de puta mi padre, pero yo no, Magda, yo fui paciente contigo la noche de la boda y las siguientes. No sé por qué tenías tanto miedo. Yo no era un hombre con mucha experiencia, pero te dije que sería delicado. Tú empezaste a  gritar y a llorar cuando me puse encima de ti, igualito que hace tres días y eso me sacó de quicio. No soporto oír chillar a una mujer; mi madre lo hacía todo el tiempo y creo que por eso mi padre se comportaba como un energúmeno. ¡Zorra, que son todas unas zorras! Se hacen las santitas para ablandarte, para llevar las riendas, para mandar y hacer lo que se les venga en ganas. Conmigo no va eso. No soy ningún maricón. A mí ninguna hembra se me monta encima. Los pantalones los llevo yo. Maldita puta y maldita escopeta que se quedó sin cartuchos. Ahora por su culpa y la tuya estoy aquí jodido, encerrado como un perro rabioso. Me han quitado todo esos policías mequetrefes, como si yo fuera a rajarme las venas. De eso nada. Tengo setenta y nueve años, pero no soy una piltrafa. ¡Soy un hombre, coño, de los pies a la cabeza! ¡Sáquenme de aquí, desgraciados. Enciérrenla a ella, yo soy inocente! 

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