En algún sitio de allende los mares se quedó prendido a un cielo tropical mi arco iris de la infancia. No quise trasplantarlo al norte porque sus raíces estaban afincadas en los sueños cálidos, de amaneceres apacibles detrás de los cañaverales, de olor a café recién hecho en la cocina de la abuela, en el cantío del gallo, en la tarde recogiéndose detrás de los manglares, en el limonero que plantó el abuelo cuando yo nací. En algún sitio de la memoria, el arco iris se quedó agazapado, melancólico, esperando mi regreso; se abrazó a las nubes grises que planeaban desorientadas sobre la tierra, hundió su cara con desesperación en mi regazo y desde entonces intenta cada día zarpar sin rumbo, sin brújula, sin importarle los miles de kilómetros que lo separan de mis nuevas costas.