Al poeta Manuel Díaz Martínez, gran amigo y maestro.
Vengo de una isla del Caribe donde hay poemas y poetas prohibidos. Canciones, gestos, pensamientos y puntos cardinales prohibidos. Libros que se deben forrar con papel de periódico oficial porque están en la lista oscura de lo vetado. Y, entre tanto desatino, me arrebataron, cuando era muy joven, las palabras de un hombre generoso, sabio, un poeta que desafió a una dictadura, un náufrago de la distancia que cruzó el océano para reconciliarse con la libertad, como me confesó un día mientras nos tomábamos un café en esta otra isla, la de repuesto, como él la ha bautizado; un hombre de hablar sosegado, con el humor debajo de la manga, como cubano de pura raza, que asegura que no le pide nada a Dios para no ponerlo en apuros.
Hace un par de años marqué con mano vacilante su número de teléfono. Tampoco había escuchado su voz (su pluma y su garganta fueron silenciadas el mismo día). Nos reconocimos y me habló con la complicidad y el cariño con que le habla un padre a su hija. No fue un encuentro casual; fue un delicioso regalo hecho por un amigo canario que también conoce el valor de las palabras, que sabe que compartir recuerdos habaneros en la terraza del hotel Madrid es la mejor manera de mantener a raya la nostalgia. Hoy, frente al mar de esta isla que nos adoptó sin poner condiciones, sin prohibirnos nada, envuelta en el humo del cigarrillo que siempre lo acompaña, escucho atenta cada frase de un poeta imprescindible, de un hombre que sabe de naufragios y de añoranzas. Entre historias y recuerdos me devuelve la isla de mi infancia, en una tarde invernal, en la otra orilla del mismo océano.
Domingo, 27 de enero de 2013. Paseo de Las Canteras. Gran Canaria.