Hoy tenía cita para la ITV (así le llaman por acá a la inspección técnica del vehículo), y fui a mi centro de salud a hacerme una analítica. Sentados frente a mí había dos jóvenes africanos, tal vez eran menores de edad, no lo puedo asegurar; emigrantes sí, a todas luces. Venían con una traductora. Sus rostros, a pesar de su juventud, denotaban cansancio, incertidumbre, preocupación, quizás tristeza por todo lo que dejaron atrás. Por un momento me puse en su piel e imaginé la dura travesía que tuvieron que vivir para llegar a las costas canarias, jugándose la vida en una patera, y sentí una pena infinita. Por ellos y por otros que se han quedado en el camino en este y otros mares.
Pensé que tal vez tendrían miedo a la extracción de sangre, como yo, pero estoy casi segura de que no era ese el motivo de la mirada perdida buscando algo indefinido en el suelo. Empatía, dolor, rabia…Nadie debería tener que abandonar su tierra natal. Por el motivo que sea, da igual. La vida del emigrante no es un lecho de rosas. Ojalá hubiesen levantado la vista por unos segundos. Me hubiese gustado al menos sonreírles, darles ánimo con una simple inclinación de cabeza, decirles que probablemente todo iría bien. Pero la auxiliar llamó al número 37, la traductora se levantó y ellos la siguieron a la sala de extracciones, todavía cabizbajos, y los perdí de vista. Ojalá que tengan un futuro luminoso, o simplemente un futuro en Europa, el que merece la buena gente que atraviesa mares furiosos para encontrar la calma y la dignidad en otra orilla.
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