El amor en los tiempos del virus

pareja besos

Iluminada caminaba de un lado a otro de la casona familiar como un alma en pena. Sus padres le habían prohibido salir a la calle pues un extraño virus castigaba al pueblo y ya se había cobrado la vida de muchas personas. Ella no aceptaba la situación y se estrujaba las manos con nerviosismo pensando en los días transcurridos entre aquellas cuatro paredes, sin poder ver al chico que le gustaba. Su madre le había dicho que, aunque aquella rara enfermedad se ensañaba solo con las personas mayores, ella prefería que se quedaran todos encerrados en casa, especialmente la abuela que ya había cumplido los 102 años.

“Si esto se alarga mucho, me quedaré para vestir santos, como dice abuelita”, mascullaba la joven. Sergio era el primer chico que se había interesado por ella. Su familia pensaba que era por el dinero pues la muchacha no era muy agraciada. Cuando tenía diez años una infección de varicela cubrió todo su cuerpo y estuvo a punto de engullirla. Los médicos no daban muchas esperanzas, así que sus padres mandaron a buscar al cura para que le diera la extremaunción. La familia al completo permaneció a su lado durante los largos diez días que estuvo Iluminada en cama, con unas fiebres muy altas y delirando. La abuela rezaba sin parar arrodillada frente a la imagen de la virgen de los Dolores y la madre encendía una vela tras otra y lloraba desconsoladamente. El perro, tumbado a los pies de la cama, suspiraba y gemía. Cada rato se ponía a aullar y todos se persignaban aterrorizados.

Una mañana, víspera de primavera, Iluminada amaneció sin fiebre y pidió algo de comer. El perro comenzó a ladrar enloquecido y sus familiares se abrazaron y lloraron de felicidad. Con tanta algarabía nadie se percató de que la apariencia de la niña había cambiado notablemente. El cabello se había teñido de gris, tenía la boca torcida, la nariz ganchuda y su cuerpo plagado de unas horribles cicatrices. Mientras todos se fueron al salón a descorchar una botella de champán, la abuela se acercó a la cama y se quedó mirando detenidamente a la chiquilla. Levantó lentamente la sábana que la cubría y su vista de águila fue recorriendo cada centímetro del cuerpo de Iluminada. De repente, el grito salió disparado de sus cuerdas vocales y sin hacer uso del bastón que siempre la acompañaba, salió corriendo de la habitación. “¡Está maldita, no se acerquen!”, dijo cuando, sin aliento y con la palidez de un muerto, llegó al salón donde algunos ya estaban en estado de embriaguez.

La niña de cabellos rubios y rizados y carita angelical se había transformado en una especie de monstruo de feria. La abuela se recluyó en su habitación y, presa del mutismo y la desolación, estuvo una semana sin probar bocado. Los familiares abandonaron a toda prisa la casa y cada estancia se hundió en un silencio insondable. Las malas lenguas decían que era una tara familiar que había brotado de repente en la criatura como un capullo embrujado. Vecinos y amigos dejaron de visitar la casona de la calle Álamo. Los padres, desconcertados y descorazonados, aceptaron la situación y se prepararon para cargar con aquella cruz. La única esperanza era que algún médico pudiera devolverle a Iluminada su antigua apariencia.

Ni colegio ni amigos. La niña se acostumbró a estudiar en casa y a jugar sola. Hasta el perro se escondía tembloroso debajo de la cama cuando la veía venir. Sus padres se gastaron una fortuna en remedios y cirugías, pero nada funcionaba. Cuando cumplió los quince años, harta de hospitales y médicos, Iluminada decidió comprarse un vestido y salir a dar un paseo. Sus progenitores, horrorizados, intentaron impedir semejante desatino, sin embargo, ella estaba preparada para el rechazo social. Era el precio que debía pagar por su libertad. Y así conoció a Sergio, un chico de barrio, alegre, dicharachero y pecoso que quería ser actor. Una semana antes de desatarse la epidemia, se encontraron en el parque del pueblo. Él repasaba el texto de “Sueño de una noche de verano” para presentarse a una prueba. Ella se acercó al banco donde estaba sentado y de inmediato el corazón le dio una patada de mulo en el pecho. Él levantó la vista, sonrió y la invitó a sentarse.

“Si aquel virus no me mató, este no me hará ni cosquillas. No volveré a estar confinada en esa maldita casa. Prefiero morir. Tengo que ver a Sergio. Habíamos quedado hoy para ir al cine. No me quedaré para vestir santos, como dice la abuela. Necesito verlo y decirle que lo quiero. Sé que me ama y me acepta como soy. Sí, doctor, me cogió la mano aquel día en el parque y me dijo que lo que importaba era la belleza en mi alma. No quiere el dinero de la familia. Será un actor muy famoso y rico, tiene mucho talento. A mis padres les importa un bledo mi felicidad, doctor. Sólo quieren que permanezca virgen para siempre. Déjeme salir, por favor, he quedado con Sergio para ir a ver “Lo que el viento se llevó”. ¿No lo entiendes, hijo de puta? ¡El amor es más fuerte que ese virus de mierda!

Impertérrito, el psiquiatra se acercó a la cama donde yacía atada la joven. Iluminada se retorcía y lloraba como una cría. Con los ojos fuera de sus órbitas lanzó un escupitajo que fue a parar a unos pocos centímetros de la cara del hombre. “No puedo dejarte salir, querida, tú y yo somos los únicos que no hemos contraído el virus en este pueblo. Los señores que ves detrás de mí con mascarillas y trajes especiales, han venido desde muy lejos a sacarnos unas muestras de sangre para fabricar una vacuna que salvará a la Humanidad. Nosotros sí que seremos muy famosos. Olvídate de ese noviete pobretón que solo quería aprovecharse de ti”. Terminando la frase, el psiquiatra sonrió con amabilidad y se dispuso a ponerle a su paciente la camisa de fuerza.

Foto: Photo Nic

4 comentarios en “El amor en los tiempos del virus”

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *