El cuadro

mujer pintura

El hombre mira con desdén el pincel que yace sobre la mesa de caoba. Vuelven las náuseas al recordar aquel día aciago. Observa el lienzo en blanco y siente la punzada de la ira en la boca del estómago. El estudio se ha convertido en una trampa y él en una alimaña hedionda que agoniza. Sabe que está acabado pero le debe a la niña su última obra.

Un vaho pestilente envuelve la habitación. El hombre cierra los ojos e intenta visualizar el paisaje. Lleva años sin salir de casa. Desde la tragedia se encerró a cal y canto. Su cuerpo se ha ido transformando en una caricatura abominable. La mano huesuda tiembla cuando intenta sostener el pincel. Su vista cansada busca el naranja en la paleta; casi a ciegas lo lanza como un escupitajo sobre el lienzo. El resto de los colores se van incrustando en la tela como balas perdidas. Un día más, el hombre hurga en su memoria con la esperanza de dibujar aquel paisaje donde vio por última vez a su hija con vida.

Caía la tarde y el camino comenzó a desdibujarse ante sus ojos miopes. La vegetación era tan tupida que había devorado hasta el último haz de luz. Vagaba por allí una vez más, sucio, crispado, gritando el nombre de la niña. Aquel día había bebido demasiado y su mujer intentó impedirle que la llevara de paseo. Pero él quería ver la puesta de sol y dibujar a la chiquilla sentada sobre la piedra, al borde del acantilado, mirando despreocupada al horizonte. Se adentraron en el bosque, él se sentó en las raíces de un eucalipto centenario y se quedó dormido. El ulular de un búho lo despertó sobresaltado. Ángela había desaparecido.

Hace varios días que Servando se alimenta sólo a base de té mezclado con ron. No recuerda la última vez que se bañó y comió. Los mechones de pelo crespo le caen sobre los ojos y él los aparta de un manotazo. Su mujer se marchó de casa un mes después de la desaparición de la niña. Ahora vuelve a escuchar sus gritos y sus reproches. La frase retumba en su cerebro y él sacude con violencia la cabeza, intentando acallar la voz que lo martiriza dormido y despierto. «¡Es tu culpa, borracho de mierda!» Luego el portazo, las luces de los coches de policía, los interrogatorios, el cansancio, las ganas de volarse la tapa de los sesos. Dos intentos pero no tuvo los cojones de apretar el gatillo.

Como un orate camina desaliñado, maloliente, de un lado a otro del estudio. Aprieta con saña el pincel y el artilugio exhala su último aliento; se hace añicos entre sus manos. El lienzo sabe que pronto llegará su turno y yacerá hecho pedazos sobre la frialdad del suelo. Servando, con los ojos fuera de sus órbitas, lanza los restos del pincel contra la pared y, de una patada, destroza el lienzo. La paleta y el caballete tampoco sobreviven a la furia del hombre.

Los colores se estrellan en el suelo y delinean los rasgos de una niña de diez años que sonríe. Servando, de rodillas, se lleva las manos al rostro y llora por primera vez desde la desaparición de su hija. Sus sollozos interrumpen el canto de los grillos y la noche se agazapa temerosa detrás de la ventana abierta. Abatido, el hombre se desploma sobre el suelo helado y se duerme en posición fetal.

El pintor, que en otros tiempos fuera aclamado y adorado como un dios, se despierta bañado en su propia orina. Ángela le acaricia el cabello desordenado mientras canta una canción de cuna. Servando vuelve a cerrar los ojos y suspira aliviado. Los gritos de su mujer vuelven como una ráfaga de viento glacial y taladran su cerebro. Se levanta con dificultad e intenta poner un poco de orden en el estudio. La niña, sentada en el alféizar de la ventana, lo observa con mirada displicente. «El cuadro, papá. Tienes que terminar el cuadro», susurra y desaparece. Él asiente en silencio y pone manos a la obra.

El cuadro

El ruido de las sirenas de los coches de policía se va apagando a lo lejos. Ni gritos ni reproches, sólo el silencio sepulcral lo acompaña y lo aguijonea. «Arrorró mi niña». La voz grave del hombre rompe la quietud. De repente se quiebra y vuelven los sollozos, las lágrimas que se mezclan con los colores y lo que parecía ser una puesta de sol se convierte en un agujero insondable. «¡Soy inocente!» «Arrorró pedazo de mi corazón».  

Dos días después, encontraron el cuerpo de la niña flotando en la marea. Llevaba una corona de flores sobre la cabeza y el vestido blanco de encaje manchado de sangre. Las mejillas mantenían el color rosado y los labios esbozaban una sonrisa. Parecía dormida. Las algas se habían enredado en sus tobillos como hidras hambrientas.

⸺¿La empujó, Servando? ⸺la pregunta del comisario lo hace saltar de la silla.

⸺¿Cómo puede preguntarme eso, hijo de puta? ¡Adoraba a mi hija! ⸺el pintor se sorbió los mocos y comenzó a golpearse la frente.

⸺Sabemos que su mujer se iba a marchar de casa. ¿La golpeaba? ⸺el comisario encendió un cigarrillo sin dejar de mirarlo.

⸺¡Mentira! Esa mujer se ha vuelto loca. Jamás le he puesto una mano encima ⸺Servando se echó hacia atrás y observó al policía con la mirada vacía⸺. Se acostaba con otro, ¿no se lo dijo? Me echaron algo en la bebida para deshacerse de la niña. Se iban juntos al norte, a comenzar una nueva vida.

⸺Usted se llevó a Ángela de paseo hasta el acantilado en contra de la voluntad de su madre, ¿no es cierto? Había bebido ⸺el comisario dio un manotazo en la mesa⸺. La empujó porque las odiaba a las dos. Usted odia a todo el mundo, maldito ególatra.

⸺A mi hija no, imbécil.

La detonación y luego el silencio, el vacío. La sangre salpica el cuadro mientras el sol desciende sobre el océano en calma. Ángela, sentada sobre una piedra al borde del acantilado, sonríe a su padre y alza la mano para despedirse. Él intenta echar a correr, pero le pesan las piernas. No llega a tiempo. Se lleva las manos al rostro y grita desesperado. La noche engulle su dolor.

«Ven conmigo, papá, yo cuidaré de ti. Mamá no te quiere», le dice la niña y le da un beso en la frente. Luego se coloca la corona de flores sobre el cabello ensortijado y camina rumbo a la oscuridad. Huele a pólvora en el estudio. El vecino del pintor ha llamado a la policía. Las sirenas y las luces quiebran la quietud de la noche invernal. Nada se puede hacer por el hombre que yace inerte sobre un charco de sangre. Servando se voló la tapa de los sesos unos minutos después de acabar el cuadro que había comenzado a pintar cinco años atrás.

Fotos: Pixabay

Si quieres leer otros cuentos del blog, sigue el enlace: https://mujerentreislas.com/el-precio-de-las-caricias/

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *