La vendedora de corbatas

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Se acerca a la tienda en dólares y comprueba que un día más falta el queso crema. La angustia la paraliza, se lleva una mano al pecho y cree que perderá el sentido. «Inadmisible. Esto es un desastre nacional, la hecatombe», grita sin ser consciente de ello. El cancerbero que está plantado como un roble invencible en la entrada del establecimiento la mira con cara de bulldog. Ella se pone colorada y se apresura a coger una barra de mantequilla que agoniza en la nevera por falta de fluido eléctrico.

«Me iré al norte a vender corbatas si hace falta», masculla y camina en dirección a la caja. Saca el monedero del bolso y su sorpresa es mayúscula. De los cinco dólares que llevaba faltan dos. El nudo en la garganta no la deja respirar. Alguien le ha robado y no alcanza para pagar la mantequilla. ¿Qué untará al pan, más bien al antipan que compra cada día de contrabando? La cajera la observa y comienza a mover compulsivamente el pie derecho. Lleva una falda muy corta y las piernas cubiertas por unas medias blancas percudidas y remendadas. «Son cuatro con cincuenta, señora», grita mientras masca un chicle. Ella la mira con el rostro desencajado y los ojos húmedos. Deja la barra de mantequilla sobre el mostrador y se marcha. El bulldog hace un mohín despectivo cuando la mujer se acerca a la puerta de salida.

La vendedora de corbatas

El sudor se mezcla con las lágrimas y empapa su blusa que alguna vez fue blanca. «Me tengo que ir. Si me falta el queso crema moriré por inanición». Su delgadez extrema avanza como una sombra por la acera hirviente. Treinta y cinco grados a la sombra. En el último mes ha perdido más de diez kilos. El calor y la falta de alimentos la han sumido en un sopor agónico. No tiene fuerzas ni para leer. Coge un libro y a los cinco minutos el sueño la vence. Siempre sueña lo mismo: sentada en una mesa en el Carmelito, se zampa un pan con jamón y bebe una malta helada. Al despertar la baba se escurre por la comisura de sus labios y baja por el cuello sucio. Tampoco hay jabón en la tienda en dólares.

Hace unos años vaga por las calles de Chicago, hablando en spanglish. Intenta explicarles a los transeúntes indiferentes que se marchó de su país porque dejaron de vender el queso crema en las tiendas en dólares. Imperdonable, el apocalipsis. Cuando llegó a la gran ciudad, hace quince años, se convirtió en una reputada vendedora de corbatas. De seda, de todos los colores y dibujos. Para maestros, abogados, empresarios y médicos. Ganaba dinero y era feliz desayunando pan con queso crema cada día. Ahora pesa casi cien kilos, está enferma y no puede trabajar. Lleva a rastras su cuerpo y la nostalgia.

Sentada en una cafetería del barrio donde vive, Felicia le cuenta siempre la misma historia a quien quiera escucharla, mientras engulle un bocata gigante de jamón y queso y bebé malta helada. Luego se va al supermercado más cercano y compra cinco tarrinas de queso Philadelphia y tres baguetes. Un antiguo trauma la ha convertido en consumidora compulsiva de estos productos. Las cajeras la conocen y le sonríen. Casi siempre asegura que le han robado y que le faltan dos dólares para completar el importe de la compra. Que por favor le fíen; cuando venda las corbatas vendrá a pagar. La paciente cajera la trata con amabilidad y solicita la tarjeta que las personas con pocos recursos llaman «food stamps». Felicia, avergonzada, la entrega y, al recibirla de vuelta, se marcha deprisa con la compra. Recorre las mismas calles y con su spanglish sosegado, vuelve a contar la historia de su exilio por culpa de la falta de queso crema en las tiendas en dólares de su país natal. Sus vecinos asienten compasivos sin entender una sola palabra.

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Foto de portada: Tim Mossholder (Unsplash)

Foto interior: Pixabay

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