El síndrome de Estocolmo

doctor peste

Se ha convertido sin proponérselo en su perro faldero. Pensó que se quedaría con ella solo unos meses, pero ahora sabe que se ha instalado en su vida definitivamente. Cuando se dispone a salir de casa la mira de reojo para ver si se despista y puede librarse de su compañía, sin embargo salta sobre su cara y se adhiere a ella como un pulpo testarudo. Al principio se lo tomó con humor, se creía el Doctor de la Peste recorriendo las calles de Venecia. Ahora, el espíritu carnavalesco se ha esfumado y se siente su prisionera, su esclava. La rinitis crónica y los sofocos de la menopausia empeoran aún más la situación. El sudor le empapa el bigote y la barbilla y baja inmisericorde por el cuello hasta detenerse en el nacimiento de los senos. Desesperada, maldice al bicho microscópico que la ha convertido en su carcelera. Los maldice a los dos mascullando sus nombres.

Mientras recorre la avenida observa a quienes caminan prisioneros de otras como ella. Un hombre la mira compasivo. Puede ver su sufrimiento reflejado en las gafas empañadas. Camina decidido hacia ella y de un tirón la aparta de su rostro y la lanza a la papelera. Liberada de su verdugo, la mujer sonríe y le da un abrazo. Él hace una reverencia y sigue su camino. Ella avanza un par de metros y se detiene. La mirada de un agente de la ley se clava en su cara descubierta. Abre los ojos desmesuradamente y le hace un gesto con la cabeza que apunta a la papelera. Se acaban sus escasos segundos de felicidad. Da la vuelta y resignada recupera la mascarilla y vuelve a colocársela. Siente la presión en su cara. Aprieta más que antes, tanto que cree que intenta asfixiarla. Es su venganza por el abandono. Procura articular una sola palabra para calmar su enfado: “Perdón”, le dice en un susurro. Ella afloja condescendiente. Puede percibir la satisfacción por el triunfo y hasta cree sentir una leve caricia.

“No es su culpa”, piensa y cuando regresa a casa la deja descansar sobre su rostro sudoroso. Le jura que jamás volverá a quitársela, que ahora forma parte de su anatomía, que la hace sentir más fuerte, más atractiva, más seductora. La satisfacción de aquel artilugio aumenta y también su poder sobre ella. Vuelve a pegarse a su rostro pálido como el pulpo a las gafas de un buzo. Crece y rodea también su cuello. Exhausta, la mujer se tumba sobre el suelo helado, cierra los ojos y sueña. El Doctor de la Peste se acerca y le ofrece una máscara exactamente igual a la suya. “Soy tu secuestrador”, murmura. Ella asiente, le da la mano y juntos se suben a la barca de Caronte. En el muelle, el agente de la ley suena el silbato y agita desesperadamente los brazos. Ella le hace el corte de mangas, se coloca la máscara y se aferra al brazo de su acompañante mientras la embarcación se aleja rumbo a la noche.

Foto: Hubi.img

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