El siroco toca en mi ventana. «Vete, no hay nadie», le digo bajito. Porfiado, como aquellos chivitos desobedientes, insiste en colarse en mi casa. Soy caribeña, de aguaceros y humedades. No entiendo la lengua del viento caliente, con su ropaje desértico. Tengo la garganta reseca y las palabras sofocadas. Invoco un par de dioses nórdicos para ver si caen unas gotitas, pero ellos están en otras latitudes, buscando sirenas del trópico, quizás.