Microrrelatos

Tu vuelo y mis alas

A mi amiga Ángeles, mariposa para siempre. Casi a diario la veía. Daba igual si estaba cerca del mar o en las cumbres; en el barranco, en el pinar o en una calle céntrica de la ciudad. Lo cierto es que ella aleteaba cerca y depositaba sobre su melena larga un polvillo que la hipnotizaba

Caricias virtuales

Él tecleó un nombre de mujer en el ordenador y ella sintió su aliento en la nuca. Al otro lado del mundo, ella cerró los ojos y rozó levemente las teclas antes de escribir los primeros versos. Enter. Mientras él leía el poema, instintivamente tocó con la punta de los dedos su foto de perfil.

El abrazo

Cada vez que el cielo se encapotaba Amalia necesitaba un abrazo. Recordó aquel rayo que cayó en el patio de la vecina cuando tenía apenas diez años y su piel se estremeció. Primero fue una luz intensa como si el mundo se fuera a hacer añicos. Luego, el ruido ensordecedor mezclándose con el grito de

Remiendos inútiles

No se puede remendar el sosiego cuando se llena de agujeros. El hilo se pudre, la aguja se tuerce y tiembla el pulso cuando intentas tapar los pedazos de piel que se quedan a la intemperie. No se puede zurcir el alma cuando el dolor la rasga. Cada trozo tiene vida propia y se pierde

Carne de perro

Dicen que tiene carne de perro. Aunque el corte sea profundo, duela la herida y sangre el alma, cicatriza durante la noche, allí donde la soledad la acoge. En las madrugadas, cómplices del insomnio, el lamento se refugia en su cubil y se queda callado justo antes del amanecer. La frialdad de la luna menguante

La punzada del guajiro

Cuando Amanda tomaba helado le daba la punzada del guajiro, igualito que cuando él la miraba. Era un dolor agudo y penetrante que la aguijoneaba desde el cuello hasta la cabeza. Eso solo le sucedía a la gente de campo que, sin costumbre de beber cosas frías, las tomaban muy rápido y luego sufrían el

Un bolero para Amalia

Mientras caminaba por la acera del malecón canturreaba aquel bolero mítico con el que su abuela la acunaba. Las lágrimas luchaban por salir pero ella apretaba los puños con fuerza y, de esa manera, las mantenía a raya. La abuela ya no estaba y él tampoco. Ella le había dicho que los años le pesaban

El agua y la roca

El agua suplicó a la roca una plegaria. En su ir y venir nunca encontraba el sosiego. A veces la acariciaba con leves salpicaduras saladas y, otras, arremetía con febril locura hasta arrancar de su aspereza el más dulce recuerdo. La roca siempre estaba serena, firme, aferrada al suelo con sus raíces milenarias, soportando los

Cambio de planes

Tenía tan mala puntería con los hombres que decidió matricularse en un curso intensivo de tiro con arco. Después de varias clases prácticas y algunos sobresalientes, pensó que había encontrado el amor de su vida. Pero, nada es lo que parece. El tipo agoniza en la unidad de cuidados intensivos de un hospital de la