El Túnel

El Túnel

1

Incluso en aquellos angustiosos momentos, el señor Zaisberger creía tenerlo todo bajo control. Una luz indiscreta apuntaba directo a la nuca y, según él, violaba la intimidad del túnel. Quizás a estas horas su único amigo lo odiaba y había cruzado ya medio mundo para escapar. Él, sin embargo, estaba allí, de rodillas y atrapado.

No podría precisar el día exacto en que lo conoció, solo recuerda que se había quedado hasta tarde en la biblioteca de la señora Jóhanna Helgadóttir, la mujer del presidente. «Nunca toques el anaquel donde tengo los libros de las sagas, sí, ése que está pegado al suelo. Son muy antiguos y no quiero que se deterioren más», le pidió amablemente una tarde la primera dama. La petición venía acompañada de una risita nerviosa que no pasó inadvertida para él.

Friedrich Zaisberger tenía mutilado el sentido del humor y jamás sonreía. Era un solterón empedernido con vocación de ermitaño, amante de la lectura y la música clásica. Hijo de un carpintero y una ama de casa, nació en la ciudad de Salzburgo hacía muchísimos años, más de los que a él le hubiera gustado tener. No hablaba de la edad y, para que las canas no lo delataran, usaba un tinte barato que, paradójicamente, le resaltaba aún más las arrugas del rostro. Nunca mostraba en público el resto de su cuerpo, ni siquiera las manos.

Fue un niño introvertido y excesivamente escrupuloso. Odiaba descubrir una mancha en su ropa y se lavaba constantemente las manos. Era el menor de seis hermanos, todos rubios de ojos azules, vivarachos y muy traviesos. Sobre todo, durante las vacaciones de verano, se la pasaban correteando en el jardín de la casa. Friedrich, sin embargo, buscaba la soledad para manosear los libros que le prestaba un tío materno. Su pelo rojizo, los ojos saltones, de un verde desteñido y el rostro plagado de pecas, lo diferenciaban aún más del resto de la prole. «Las moscas te cagaron la cara», se burlaban sus hermanos, o «Este chiquillo no se parece a nadie, es hijo del diablo», se quejaba el padre. Mientras, la madre se persignaba y contemplaba con lástima a la pobre ovejita pelirroja de la familia.

Snaefellsjökull. El Túnel. Foto de Martin Brechtl

2

—Señor Zaisberger, he encontrado en el almacén una edición muy vieja del libro de Jules Verne que estaba usted buscando. Bueno, le saldría un poco cara, pero ya sabe…

—Se la compro —interrumpió Friedrich bruscamente y le arrebató al librero aquella joya que se había convertido en una obsesión para él—. Viaje al Centro de la Tierra, comentan que la montaña emana una energía especial, mágica, rejuvenecedora y que hay un volcán en las entrañas del glaciar. Dicen que viven allí unas raras criaturas llamadas elfos —pensó en voz alta—. ¡Ufff, ya debo partir!

—No sabía que le gustaran las aventuras señor Zaisberger —dijo el librero mientras en su rostro amarillento se reflejaba una sonrisa burlona.

—Se equivoca, las detesto, a este sitio iré algún día, cómodamente en autobús —hablaba sin mirar a su interlocutor y acariciando con lascivia el volumen desgastado—. Pero dígame por favor cuánto le debo que tengo prisa.

Cuando Friedrich abandonó la librería, un taxi lo esperaba en la calle para llevarlo al aeropuerto. Al día siguiente, exhausto pero excitado, llegó a la ciudad de Reykjavík. Había respondido a un anuncio publicado en Internet, donde se solicitaba un profesor de alemán para los hijos del presidente de una isla en la cual el hielo y el fuego mataban el tiempo disputándose cada centímetro de terreno. Desde el avión creyó vislumbrar el magnífico Snæfellsjökull, el glaciar de Verne, como él lo llamaba, y sus ojos lúgubres adquirieron un brillo inusitado.

En el aeropuerto lo esperaba la mismísima primera dama, vestida con un vaquero desteñido y un jersey de lana que no disimulaba sus grandes pechos y su voluminoso vientre. «Bienvenido a Islandia, ¿cómo estás?, ¿qué tal el viaje?», preguntó ella en un alemán chapurreado y apretando con firmeza el guante blanco que protegía la mano del austriaco. A él le molestó el trato desenfadado y el tono poco ceremonioso. «Muy bien señora, muchas gracias», respondió en actitud casi marcial. A Jóhanna le pareció gracioso, soltó una carcajada y le espetó que «nada de señora, ni de usted. Aquí en Islandia somos muy campechanos, no usamos ni escoltas, ni chofer privado, ni limusina». De esta manera dio por sentado que ella misma lo conduciría a la morada presidencial.

«Sin duda alguna un país singular, con un pasado salvaje. Pero no importa, yo sólo he venido para encontrarme con él», pensó Friedrich y por primera vez en su vida sonrió.

Reykjavík. El Túnel. Foto: Yanshu Lee

3

El Túnel

Seis meses después de su llegada a Islandia, una noche muy fría de noviembre, el volcán que hibernaba en el estómago del Snæfellsjökull se despertó hambriento y decidido a engullirse el glaciar. La tierra se tambaleó y, con ella, todos los estantes de la biblioteca presidencial. Tirado en el suelo frente al anaquel prohibido, despeinado y con el rostro descompuesto, Friedrich comprobó cómo aquellos hombres vestidos de blanco frustraban lo que tan minuciosamente habían planeado él y su amigo. «Eres una zorra Jóhanna, tú los has llamado. Nos odias, a mí y a Nial. Siempre lo supe. Pretendes robarme la energía del glaciar. No soy estúpido, estaba seguro de que detrás de los libros del estante de abajo disimulabas la entrada al túnel, el camino secreto que Nial iba a mostrarme hoy. Lo has estropeado todo, maldita gorda. Tus hijos son vulgares y malos, y nunca hablarán alemán. Pero Nial es un elfo bueno. Él me entiende y me acepta. Yo le doy pescado y lo devora con sus dientes afilados y me lo agradece. ¡Pobrecito mío, tal vez se lo tragó la lava! …¡Váyanse, hijos de puta, dejen de alumbrar el túnel, a Nial le molesta la luz!».

Y la letanía se fue apagando en la garganta del señor Zaisberger, hasta que no fue más que un leve murmullo incomprensible. A sus espaldas se escuchaban los sollozos de Frú Jóhanna, como él la llamaba en un islandés con marcado acento alemán.

Entretanto, el personal sanitario se preparaba para ponerle la camisa de fuerza.

Nota: Este cuento fue corregido por el escritor canario Alexis Ravelo en un taller literario realizado en la Biblioteca Pública del Estado. Publicado en el libro colectivo «Factoría de Ficciones» (Las Palmas, abril de 2010). Es mi particular homenaje a este Maestro de las letras españolas, fallecido el 30 de enero de 2023.

Fotos: Benmar Schmidhuber/Martin Brechtl/Yanshu Lee (Unsplash)

Si quieres leer otras historias sobre Islandia, pincha en este enlace: https://www.landbactual.com/los-trece-caballeros-de-la-navidad/

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *